El manicomio ya no está hecho de correas, muros, barrotes, cerrojos. Se ha vuelto indefinido, invisible, se ha trasladado directamente a la mente, a las vías neurotransmisoras que regulan el pensamiento. El verdadero manicomio hoy son los psicofármacos. Estamos en presencia de una inquietante mutación antropológica: los psiquiatras y las empresas farmacéuticas ya no se limitan a curar a los enfermos, también pretenden curar a los sanos. Duelo, tristeza, rabia, timidez, falta de atención, ya no se consideran estados de ánimo fisiológicos, sino patologías que hay que curar con el medicamento adecuado.
El manicomio químico lleva a cabo una crítica severa de los dogmas principales de la psiquiatría “moderna”, empezando por el diagnóstico, esto es, la urgencia burocrática de considerar cualquier malestar psíquico como “enfermedad”, y la consiguiente e inevitable prescripción de un medicamento. Y cuando ya los medicamentos no bastan, vuelve el uso oculto de las correas y del electroshock. Este es el nuevo manicomio, menos visible, más discreto: diagnóstico y psicofármacos dominan la escena.
A partir de sus experiencias de “psiquiatra recalcitrante” el autor reconstruye los pasajes principales que nos han llevado a la era de la psiquiatría química, así como a un “uso cosmético de los medicamentos”, simplemente para mejorar el propio estado y para sentirse “más en forma” incrementando prestaciones de un mundo hipercompetitivo que impone performances más y más arduas.