Viktor E. Frankl, cuya primera crisis existencial le sobrevino a una edad tan temprana como la que tenía Mozart cuando compuso su primer minué y que durante la ocupación nazi fue deportado a un campo de concentración junto con toda su familia, dejó una certera impronta en el siglo XX: el siglo del replanteamiento de todos los valores, de la vertiginosa aceleración de todos los procesos y de la decadencia de las costumbres, sometidas a una constante manipulación.
Con una extraordinaria capacidad de percepción, Frankl dedicó su vida exclusivamente a un pensamiento fundamental que, antes de él, parecía innecesario: que la vida tiene un sentido y que dicho sentido no es una imaginación nuestra, sino que realmente existe. Podemos, pues, aplicar a Frankl la famosa frase de Goethe: "En el principio era el sentido".