¿Por qué algunas personas son malos padres?
Hoy nos queremos preguntar ¿Por qué algunas personas son malos padres? O malas madres…. Y es que quizá, si lo pensamos bien, esta sea una de las cuestiones fundamentales en la historia de la humanidad: en la pasada y en la presente.
En la LIBRERÍA MAYO estamos de enhorabuena porque, en las próximas semanas, saldrá a la luz el libro Intervenciones psicodinámicas en preservación familiar y protección de menores, del psicólogo Rafaél Delgado Campos. Hemos acompañado este proyecto de edición con ilusión y satisfacción porque se trata de un libro honesto, basado en la práctica diaria de aquellas personas que dedican su servicio profesional a velar, ayudar y acompañar a los niños, que, por motivos de la vida, no han tenido o no están teniendo la oportunidad de vivir la experiencia de una crianza bien-tratante.
Y es que quizá uno de los motivos por los cuales persiste el sufrimiento en el mundo, generación tras generación, a pesar de lo listos, inteligentes y capacitados que nos creemos los humanos, es debido a que no somos capaces de detenernos el tiempo suficiente a reflexionar sobre esta cuestión: ¿Por qué algunas personas son malos padres?
Así que, en primer lugar, desde LIBRERÍA MAYO queremos dar las gracias a Rafael Delgado Campos por confiar en nosotros para la edición y publicación de su obra: Intervenciones psicodinámicas en preservación familiar y protección de menores.
Y a todos nuestros lectores y seguidores, esperamos que la lectura reflexiva, sobre el trabajo y la experiencia de primera línea en el abordaje de los Servicios de Atención a la Infancia y la Familia que nos aporta este libro, os interese tanto como a nosotros. Y que a través de ella, podamos aprender a cuidar mejor de la infancia.
No demoramos más la reflexión a la cuestión ¿Por qué algunas personas son malos padres? Y como aperitivo al libro de Rafael Delgado Campos os traemos siguientes palabras del “filósofo de la vida cotidiana”, Alain de Botton, analizando quizá uno de los pilares en los que se asienta el sufrimiento humano.
Dado lo importante que es ser amado adecuadamente por los padres para tener una vida adulta emocionalmente sana, uno puede preguntarse con urgencia por qué, en casos que van desde lo lamentable hasta lo verdaderamente trágico, el proceso puede salir tan mal. ¿Por qué algunos padres, que en otras áreas podrían ser personajes decentes y reflexivos, fracasan tanto en poder amar a las personas pequeñas que han traído al mundo?
Entre las muchas posibilidades, destacan dos en particular:
La primera se deriva de una de las características más obvias e inevitables de la primera infancia: un bebé llega a la tierra en un estado total y casi sorprendentemente vulnerable. No puede mover su propia cabeza, depende completamente de los demás, no tiene comprensión de ninguno de sus órganos, está en una penumbra de caos y misterio, no puede regularse a sí mismo ni ninguna de sus funciones. En circunstancias tan indefensas, debe mirar a los demás y suplicarles su misericordia: debe pedirles que le traigan alimento, que le acaricien la cabeza, que le bañen las extremidades, que lo consuelen después de una comida, que le den sentido a su furia y su tristeza. Este desamparo primordial tarda mucho en disiparse. Incluso después de dos o tres largos años, la descendencia sigue estando completamente débil, confundida, incompetente y frágil. Sus dedos no son más gruesos que ramitas, podría ser asesinado por el perro de la familia, su mente está llena de una plétora de nociones deslumbrantemente peculiares, poco realistas y sentimentales: piensa que los osos de peluche están vivos, tiene conversaciones con plantas, espera que Santa baje por la chimenea, le gusta entretenerse formando círculos con otras personas diminutas tomadas de la mano y cantar canciones sobre hadas y otros seres mágicos, y luego hacer dibujos de flores gigantes y mariposas amigables antes de quedarse dormido chupándose el pulgar y cuidando su cómoda manta.
Para la mayoría de la gente, todo esto es extremadamente dulce. Pero para cuidar a una persona muy pequeña, un adulto se ve obligado a realizar un tipo de maniobra emocional muy particular, una que ocurre de manera tan intuitiva y rápida en la mayoría de nosotros ni siquiera notamos que se desarrolla: accedemos a recuerdos de nosotros mismos en la infancia y así podemos identificarnos con esa personita y podemos entregarle con mayor precisión el cuidado y la atención que necesita. Desde fuera, parece como si simplemente nos arrodilláramos para jugar a las princesas con ese niño, respondemos a su reclamo de comida sabrosa, le abotonamos pacientemente su cárdigan para protegerlo del frío y le ajustamos su pequeño sombrero de cachemira para el viaje a las tiendas. Pero para hacer tales movimientos, una parte de nosotros tiene que profundizar en nuestro pasado e imaginarnos en el papel de la pequeña persona que cuidamos, recurriendo a nuestras reminiscencias muy privadas de nosotros mismos y nuestros cuerpos para simpatizar con las tristezas, compartir las alegrías, empatizar con la torpeza y atender al llanto urgente.
Aunque a veces el cuidado de niños puede ser prácticamente agotador, la mayoría de los adultos no tienen problemas para conectarse con la versión infantil de ellos mismos. Pero esta capacidad está lejos de ser natural o espontánea: es una función de la salud y una consecuencia de cierto grado de privilegio emocional. Sin embargo, para un tipo de padre más desfavorecido, sin que ellos lo sepan, la tarea del cuidado mediante la identificación es abrumadoramente desafiante. En algún lugar de ellos mismos, se ha construido un muro, de muchos metros de espesor y coronado con alambre de púas, entre su Yo adulto y su Yo infantil. Algo en su infancia fue tan difícil que no regresan, ni pueden regresar imaginativamente. Quizás hubo un padre que murió, o que los tocó de una manera que no debería o que los dejó despojados y humillados. Las cosas en su infancia fueron tan difíciles que toda su identidad adulta se ha basado en una negativa total a reencontrarse con la impotencia y la vulnerabilidad de sus primeros años. Nunca, ni siquiera durante veinte minutos mientras la cena está en el horno, se tirarán al suelo y recordarán al niño que fueron para jugar con el niño que tienen delante.
Este tipo de adulto puede haberse vuelto extremadamente competente en el mundo profesional, es probable que sus modales sean decisivos y fuertes, sus opiniones robustas y su carácter inclinado hacia la ironía, el cinismo y un enfoque estoico (o simplemente duro) de los problemas, propios y el de los demás. Es posible que les guste decir que “no se arrepienten” y que “no sirve de nada llorar”. En teoría, no tienen nada en contra de cuidar a un niño, quieren ser padres y pueden haber luchado mucho para serlo. Pero el problema es simplemente que no se dan cuenta de que no pueden ser padres correctamente; a menos que, y hasta que, hayan llegado a un acuerdo con la versión infantil de sí mismos.
Mientras su propia vulnerabilidad les atemorice, ellos, secreta e inconscientemente, se opondrán a la vulnerabilidad de su propio hijo y no podrán dispensarle las caricias necesarias. No podrán ser pacientes con la torpeza y confusión de esa personita, no tendrán ningún interés en jugar con ositos de peluche, pensarán que es patético lo lloroso que se ha puesto su hijo porque un trébol de cuatro hojas se arrugó o su libro favorito tiene un rayajo. Es posible que, a pesar de sí mismos, terminen diciendo “no seas tan tonto” o incluso “deja de ser tan infantil” cuando el niño llora porque uno de los ojos de un elefante bebé está roto; pueden bañar al niño muy bruscamente y negarse a leerle el cuento que pide antes de dormir.
Veamos ahora la otra posibilidad que resulta en una falla asociada al rol paterno o materno: la envidia no resuelta. Por muy peculiar que pueda parecer, un padre/una madre puede envidiar a su propio hijo por la posibilidad de que tenga una infancia mejor que la que tuvo, e inconscientemente se asegurará de que no la tendrá. Aunque aparentemente esté comprometido con el cuidado del niño, ese padre luchará contra el impulso de infligirle algunos de los mismos obstáculos que enfrentaron: la misma negligencia, la misma escuela indiferente, la misma falta de ayuda con su desarrollo … los detalles pueden haber cambiado, pero el impacto emocional será el mismo. Una nueva generación volverá a sufrir.
Para criar adecuadamente a los hijos, no solo necesitamos acceder a los recuerdos de nuestra propia infancia, también debemos ser capaces de aceptar nuestras privaciones para no sentir celos de aquellos que podrían tener la oportunidad de no soportar otras comparables. Pero cierto tipo de padre traumatizado permanece en algún nivel identificado en su mente como aquel niño necesitado y decepcionado al que le resultaría insoportable que otro niño tuviera más que ellos. Son como un hermano atormentado que descarga su dolor en alguien más indefenso, asegurándose escrupulosamente de que el otro niño esté tan triste y desamparado como ellos.
No podemos evitar haber tenido la infancia que tuvimos.
Pero si estamos planeando tener un hijo, tenemos la responsabilidad suprema de asegurarnos de tener una relación sana con nuestro propio pasado para poder acceder a él en busca de reservas de ternura y empatía; y ser capaz de no sentir envidia de aquellos que no tienen por qué participar en nuestros sufrimientos.
Seremos debidamente maduros cuando estemos en condiciones de darle a nuestra descendencia la infancia que merecíamos, no la infancia que tuvimos.
¿Recordáis esta escena de la película The Kid (El chico)?…Quizá podríamos dedicar un rato a volver a ver esta película “tan infantil”…que en algunos paises se subtituló: Mi encuentro conmigo mismo.